lunes, 22 de marzo de 2010

Vacaciones.

lunes, 15 de marzo de 2010

En el tablero de la vida.


Siempre he comparado la vida y el amor con un tablero de ajedrez. Cada ficha que movemos influye en el final de la partida. Si no juegas bien tus cartas lo más probable es que sin darte cuenta acabes con tu rey arrinconado ante un jaque. Pierdes. Pero hay algo peor que perder y es acabar en tablas, porque eso significa que ninguno de los dos contrincantes se ha atrevido a arriesgar lo suficiente para conseguir la victoria. Pues yo soy de esos que viven su vida en un empate continuo. Claramente, un cobarde.
Ainhoa, así se llama la reina de mi tablero. Nos conocimos siendo tan pequeños que no recuerdo con claridad en qué momento justo me enamoré de ella. Me encandiló desde que la vi entrar en clase arrastrando su mochila verde, sin prisa, deleitándose al contemplar a todos sus compañeros, que como yo, la mirábamos intrigados. Siempre era emocionante un nuevo alumno que se incorporaba a mitad de curso. Uno se preguntaba de dónde era, cómo había acabado aquí, si era simpático o el típico abusón. Lo normal cuando tienes 8 años.
-¡Hola¡- dijo con una voz chillona.
-Hola- contesté tímidamente, al darme cuenta de que se había sentado a mi lado.
-Me llamo Ainhoa, ¿y tú?
-Jo… Joooo... Jorge- titubeé.
-¿Quieres ser mi amigo?
-Vale. Te gusta jugar al escondite, ¿podíamos jugar en el recreo?
-Vale...
Desde ese día no volvimos a separarnos. Éramos los mejores amigos, de esos de los que se cuentan todo, desde la película que vieron la noche anterior hasta los deseos y anhelos, los sueños y el futuro. Los años fueron pasando y con su paso nuestra amistad crecía y se afianzaba con fuerza. Inamovible o eso creía yo.
-Jorge, creo que de mayor seré profesora- me dijo un día
-¿En serio? En el pueblo no puedes estudiarlo. ¿Te irás?
-Supongo que sí, aún no lo sé, pero quiero enseñar, de eso estoy segura. Quiero ayudar a los niños a descubrir lo maravilloso que puede llegar a ser el mundo.
-Siempre has sido una idealista, pequeña. Yo no sé que quiero ser de mayor, ni si seguiré en este pueblo o me iré. No lo sé.
-No me llames pequeña, recuerda que aún puedo darte una buena paliza si me lo propongo- bromeó guiñando uno de sus ojos, recordándome las peleas que habíamos tenido de pequeños cuando no conseguía que yo hiciese lo que ella quería.
-Perdóname por favor- contesté levantando mis manos en señal de rendición, sin saber que realmente ya me hallaba rendido ante ella.
Cuando cumplimos 18 años, empecé a darme cuenta de que era algo más que una amiga, pero al mismo tiempo un miedo atroz se apoderó de mí. No sabía si lo que empezaba a sentir era amor o simplemente confundía nuestra amistad con algo más, pero cada día necesitaba más y más su presencia, sus abrazos, su cariño… la necesitaba a ella en mi vida. Por eso nunca fui capaz de decirle lo que sentía, incluso cuando ella sí lo hizo. Temía que su reacción no fuese la que yo esperaba y se fuese para siempre de mi lado. Me conformaba con tenerla como amiga, antes que perderla. La quería demasiado.
 Ese mismo año nuestras vidas se separaron de la peor forma que podría haberlo hecho y todo por mi culpa. Por mi cobardía. Habíamos acabado nuestros estudios en secundaria y era el momento de volar fuera del nido en busca de nuestro destino. Ainhoa se había matriculado en la Universidad y se mudaba a Barcelona. Yo había decidido hacer lo mismo pero mi carrera solo se impartía en Madrid. Después de más de diez años juntos, ahora nos separarían cientos de kilómetros y quizás ella conociese a nuevos amigos y al final se olvidase del chico con el que jugaba todas las tardes en la plaza del pueblo que dejaba tras de sí. Sólo imaginármelo me dejaba sin respiración, tenía que decirle que la quería, más incluso que a mi propia vida; tenía que decirle que ella y solo ella era el lugar donde quería estar, que nada más daba sentido a mi existencia ¿Pero cómo?
A la mañana siguiente la acompañé a la estación de tren para ayudarla con su equipaje y así despedirnos hasta las vacaciones de Navidad. Se lo diría antes de que ella subiese al tren.
-Gracias Jorge por ayudarme con esto. Sé que aún tienes que preparar tus maletas y yo te entretengo con mis cosas
-No importa pequeña- dije. De pronto su mirada cambió y se tornó triste
-No te imaginas lo que echaré de menos oírte llamarme pequeña
-Ya será para menos, no me digas que ahora te gusta que te diga pequeña. La última vez me diste una colleja  y ahora lo vas a echar de menos. Déjame que lo dude- bromeé.
-No seas bobo, claro que voy a echarlo de menos… ¿No te das cuenta de nada verdad? No lo ves- dijo entre susurros
-¿Qué quieres que vea? Ainhoa niña creo que no te sigo
-¡¡Que te quiero, tonto… que estoy enamorada de ti¡¡
Ainhoa acababa de decir lo que yo más deseaba oír en este mundo, pero me quedé callado. Me quedé inmóvil ante ella sin decirle absolutamente nada, viendo como mi silencio la hería; viendo como sus ojos escrutaban los míos en busca de una respuesta, pero mi cobardía dominaba mi ser sin permitirme gritar a los cuatros vientos que yo sentía lo mismo.
-¿No vas a decirme nada? Acabo de declararme y tú te quedas ahí callado como si nada. Dime algo por favor
         Pero seguí callado, incluso cuando su tren abandonaba la estación con mi pequeña en uno de sus vagones, llorando desconsolada, yo seguía paralizado en el andén intentando decirle que yo también la amaba.
Al principio, durante los primeros años, ambos nos esforzamos por mantener esa relación de amistad, intentando darle la vuelta a esa máxima que dice que la distancia es el olvido. Sobre todo durante los primeros años y debido a que coincidimos poco en el pueblo, ya que ambos aprovechábamos las vacaciones para hacer cosas que durante el curso no teníamos oportunidades de hacer, nos escribíamos largas cartas en las que nos contábamos muchas de las cosas que iban sucediendo en nuestras vidas, ahora separadas por un sinfín de kilómetros, las nuevas amistades que íbamos conociendo, el esfuerzo que suponía estar fuera de la casa y de los amigos...
Sobre todo Ainhoa era la más dispuesta a luchar por mantener el contacto y yo me dejaba llevar, limitándome simplemente a responder, sin tomar nunca la iniciativa, como prisionero de mi mismo, en la cárcel del corazón. Muchas veces me resultaba absurdo contarle cosas tan insignificantes como los trabajos de prácticas que tenía que realizar, la cantidad de exámenes que me habían puesto o el concierto al que había asistido el fin de semana, cuando en realidad lo que me apetecía decirle era lo importante que era para mi y lo mucho que la extrañaba cada día en cada atardecer y en el primer pensamiento de todas las mañanas que era para ella.
Durante todo ese tiempo, los sentimientos vivieron su propio proceso y es que no se puede borrar de la memoria y tapar las huellas del corazón de alguien que durante tanto tiempo lo ha llenado todo. Intenté canalizar de la mejor manera posible mis sentimientos, procurando evitar que se convirtiera en una carga insuperable.  Durante los primeros años en la universidad tuve relaciones esporádicas con algunas compañeras, pero duraban poco tiempo. Inevitablemente siempre aparecía de alguna manera la sombra de Ainhoa y no es que fuera ella el motivo de que ninguna de esas relaciones se consolidara, sino que simplemente nadie me llenaba como lo hacía ella. Así que no había ni un sólo día en el que no hubiera un pensamiento dedicado a ella; un recuerdo, una fecha, una situación y como no, la duda de cómo hubiesen sido las cosas de haber sido consecuente con sus sentimientos y haberle dicho lo que realmente sentía por ella.
En uno de los viajes que hice a Turquía durante las vacaciones de Semana Santa del primer año que estuve fuera de su casa, hice una especie de diario con la intención de enseñarle con mis ojos todo lo que ella no podía ver. Cada una de las fotos que me hice era como si le estuviera mirando directamente a ella y en cada una de las frases que escribía cada noche cuando llegaba a la habitación del hotel, tenía un tono de melancolía, de añoranza, de espera y de deseo de compartir. Cuando me di cuenta, había completado casi 20 hojas del cuaderno de hojas cuadriculadas de papel reciclado que había llevado y en la que al final de cada día me despedía con un ( tk ), así de esta manera, como si lo dijera muy bajito. Cuando llegué de nuevo a Madrid, revelé las fotos (siempre habíamos estado de acuerdo en que no había nada mejor que una buena foto en papel) y empecé a escribir la carta para enviarle las fotos y el diario. Al final nunca terminé la carta, porque no me ponía de acuerdo conmigo mismo sobre los términos precisos que debía emplear. Y allí permaneció durante mucho tiempo, rodando por mi escritorio, como esos cuadros que se empiezan y luego se quedan en el caballete sin rematar durante muchos años hasta que se terminan arrinconando.
Pero mis sentimientos no se arrinconaron, porque de alguna manera siguieron vivos, aunque poco a poco, casi sin darme cuenta, se hicieron menos intensos, devorados por el día a día y la falta de alimento con el que se renuevan las emociones. De esa manera se fueron espaciando cada vez más las cartas y con el paso del tiempo y las obligaciones laborales, las oportunidades de encontrarnos por fechas señaladas en el pueblo también fueron siendo más escasas.
De esa manera fue pasando el tiempo, los años. En una de las cartas que me había enviado Ainhoa me decía que se había volcado en los estudios. Realizó primero la carrera de Magisterio y después de aprobar las oposiciones, continuó los estudios de Psicología, especializándose en un Master sobre “Conflictos escolares y desarrollo socio personal”. Yo al final terminé las asignaturas que había ido arrastrando y me hice con el título de veterinario, montando con un compañero de estudios una pequeña consulta en un barrio al sur de Madrid. Dos veces por semana acudía al centro  a realizar algunas tareas como voluntario en una ONG sin ánimo de lucro y sin afiliación política ni religiosa, que llevaba a cabo una importante labor en defensa de los derechos de la infancia en los países en vías de desarrollo.
En uno de esos días que estaba en el local llegó entre las cartas un cartel publicitario sobre un Congreso que se iba a celebrar sobre “Convivencia y superación de conflictos en la infancia”. Aunque no tenía nada que ver con mi profesión, todos los temas relativos a los derechos de los niños me provocaban un interés especial, así que anoté la fecha en la agenda y al día siguiente hice la inscripción desde el trabajo.
Lo había organizado todo para que aquel viernes pudiera romper el hábito de ir como cada día al trabajo. Me levanté con tranquilidad, con una sensación de bienestar debido a ese privilegio de disfrutar de un día libre, desayuné en una de las cafeterías del Paseo de Recoletos y me dirigí despacio bajo aquel sol tibio al Hotel Intercontinental donde a las diez empezaba la primera conferencia.
Después de informarme de los lugares donde tenían lugar las actividades y recoger la documentación, entré en uno de los salones de la planta baja que estaba repleto de gente. Ya había empezado la conferencia y una luz tenue iluminaba la sala, centrando la atención los asistentes en una pantalla lateral sobre la que se iban desglosando los distintos apartados de un gráfico alfanumérico. Encontré un sitio libre en la última fila e intenté concentrarme en los datos que aparecían reflejados en la pantalla, referidos a porcentajes de niños escolarizados a nivel mundial. De repente reparé en la voz de la conferenciante, una voz grave, cadenciosa, apaciguada y envolvente, que se fue apoderando de mí, llevándome a un terreno que nada tenía que ver con la exposición. Porque hay voces que tienen un poder de hipnosis, de fascinación irremediable que te dejan desarmado y solamente te queda fuerza para seguir fielmente cada sonido, cada palabra, cada frase, cada sensación. La conferenciante siguió con su discurso pausado, adentrándose en el terreno de la convivencia escolar, señalando que uno de cada cuatro estudiantes es acosado por sus compañeros de colegio. Yo ya en ese momento hacía verdaderos equilibrios para no perder el hilo de la exposición, ya que aquella voz me hacía viajar continuamente a otros tiempos, a otra realidad. La conferenciante se mostraba segura y contundente, manejando perfectamente la situación y demostrando un conocimiento profundo del tema. Terminó la presentación señalando que las secuelas de los niños acosados tienen repercusión en la edad adulta y que estas personas serán más vulnerables en el plano personal y laboral.
Un atronador aplauso y unas palabras de agradecimiento de la moderadora, al tiempo que se iluminaba paulatinamente la sala, me confirmó que eran ciertos mis presentimientos. Allí estaba Ainhoa al final de la sala, detrás de la mesa, con una sonrisa cálida de agradecimiento. Seguí sentado en la butaca, sintiendo ese sudor frío en las manos, el pulso acelerado cabalgando sobre todos los recuerdos y todas esas historias que tienen que ver con los trenes que pasan por tu vida latiendo como ecos de la memoria de forma incansable. Poco a poco la sala se fue despejando, después de que algunas personas se acercaran a la mesa para felicitar a la conferenciante, intercambiar unas breves palabras o una tarjeta personal.
Yo seguía quieto, con esa sensación de estar en una encrucijada, como si tuviera que cantar una canción sin partitura, sin saber por dónde empezar, dudando sobre qué pieza mover en el tablero. Me daba cuenta de que me encontraba ante otra jugada decisiva, quizás también definitiva. Pensaba que esa manera de protegerme renunciando a todo compromiso por querer que todo fuera perfecto, me negaba la oportunidad de ser yo mismo, porque no todas las partidas tenían que terminar igual, ni tenía porque llevar siempre el hielo en el alma por el riesgo de equivocarme, ni por lo que pudieran pensar los demás.
Respiré profundamente y me dirigí directamente a la mesa, donde la conferenciante recogía y ordenaba sus papeles y los colocaba en la cartera de piel marrón. Cuando estaba a la altura de la primera hilera de butacas Ainhoa levantó la vista y sentí como su gesto se contraía, probablemente extrañada por mi presencia. Le sonreí en un intento desesperado de llenar el espacio que aún quedaba entre los dos. Le cogí por el antebrazo y nos dimos dos besos tímidos que me supieron a exquisita formalidad. Ella seguía como impresionada y después de un instante de silencio abrasador, pronunció mi nombre, que surgió de dentro de una leve sonrisa, como si en un momento pasara por su mente la película de media vida
-Jorgeee, que sorpresa
-Ya ves, el destino a veces también se pone de nuestra parte.
-Sin duda, a veces suceden cosas que ni se podrían imaginar
-Bueno… puede ser también que la vida fuerce las posibilidades más allá de lo realmente posible, para que hoy tú y yo nos encontremos aquí…
Ambos reímos, ya de una manera más cercana. Salimos de la sala comentando cada uno las circunstancias que nos habían llevado a ese lugar y que de nuevo nos unía. Terminamos en una mesa de la cafetería del hotel, porque para los dos todo el interés del Congreso se había sintetizado alrededor de aquella mesa. Nos contamos cosas de nuestros trabajos, de cómo había ido pasando el tiempo, descosimos algunos recuerdos y anécdotas del pasado y llegamos inevitablemente al día de la despedida en la estación de tren. La conversación se fue haciendo más cálida, sorteando esa distancia que en muchas ocasiones hacía que me colocara en un plano alejado, detrás de un muro infranqueable para no correr riesgos, pero en esta ocasión presentía que las piezas del tablero se habían colocado a favor para ofrecerme una buena jugada. Mientras, yo seguía dándole vuelta a los trenes de la vida, valorando la posibilidad de decirle esta vez la verdad. Decidí que no quería volver a perder otra vez el tren, ni arriesgar la partida de la vida.
         Le cogí la mano suavemente y mirándola a los ojos le dije:
-Ainhoa, no se que pasará en el futuro; tampoco quiero saberlo para que no deje de interesarme. Lo único que se, es que aquel día que te fuiste, mi corazón marchó contigo y que no ha habido ni un sólo día en el que no haya querido tenerte cerca. No logre quitarte de mi vida, pero es que tampoco lo intenté. He estado en jaque todos estos años; si te vuelvo a perder otra vez, será mi jaque mate
Y ella, simplemente me sonrió…

Beker&Seo.

lunes, 8 de marzo de 2010

La decisión.


        Después de muchos días de lluvia, la mañana amaneció clara. Me decidí a salir buscando ese rayito de sol que intentaba abrirse paso entre unas nubes grises que aportaban el toque invernal a ese cielo.
         Me vestí con ropa cómoda. Me hacía falta caminar. Quizás durante el paseo podría poner en claro esa serie de ideas que llevaban mucho tiempo rondándome la cabeza. Lo cierto es que cada vez estaba más decidida a darle un giro a mi vida. No me asustaba la idea.
         Conocí a Daniel mientras estudiaba la carrera de Derecho. Rubio, alto, de ojos verdes y con un encanto especial. Era el chico que todas querían como novio. Todas menos yo…Mi única aspiración en aquellos momentos era terminar la carrera y conseguir un trabajo para poder ayudar en casa, donde, desde que mi padre se quedó sin empleo, la situación se había vuelto muy complicada.
         Probablemente por el poco caso que le hacía Daniel comenzó a  sentirse muy atraído por mi indiferencia. Durante muchos meses intentó conseguir una cita conmigo, pero yo siempre tenía alguna excusa más o menos convincente…Unos días tenía que estudiar, otros tenía que trabajar de canguro. Lo cierto es que siempre andaba dándole excusas. Mis amigas no entendían mi reticencia a quedar con aquel chico.
         Había algo en él que no me terminaba de convencer. Quizás era tanta perfección. Era guapo, alto, estudioso…Y yo seguía empeñada en ignorar sus propuestas, a pesar de que cada vez que intentaba quedar conmigo lo que me proponía era de lo más apetecible.
         Después de darle largas durante muchos meses, Daniel seguía insistiendo, y yo ya estaba harta de que mis amigas me tacharan de loca.
Una tarde de primavera volvió a intentarlo:
         - ¿Te apetece que salgamos a dar una vuelta?
         - ¿A qué hora quedamos?
         Aquella tarde probablemente yo había bajado la guardia, o quizás quise darle una oportunidad, lo cierto es que Daniel se sorprendió de mi respuesta, acostumbrado como estaba a mis negativas.
         -¿Nos vemos a las nueve?
         -De acuerdo…Nos vemos a las nueve. ¿Te parece si quedamos en el paseo Marítimo?
         - Me parece perfecto.
         Me marché a mi casa sin saber muy bien el porqué de mi respuesta. Lo único cierto es que esperaba que después de quedar con él dejara de atosigarme.
         Durante el resto de la tarde me dediqué a hacer tareas rutinarias…Ayudar a mi madre en casa, recoger a mi hermana pequeña a la salida del colegio. Todo iba encaminado a un único fin: no pensar en la cita con Daniel, porque si lo hacía tenía claro que me echaría atrás.
         Así fueron pasando las horas, y llegado el momento, me encaminé hacia el paseo Marítimo. Era mi lugar favorito, allí siempre me perdía cuando estaba agobiada por algo. Aquel paseo con sus farolas antiguas y las piedras del malecón eran mi refugio en los momentos en los que necesitaba que el sonido del mar actuara como bálsamo.
         Caminaba despacio, como si en el fondo no quisiera llegar. Era como si supiera que iba a cometer un error…
         Al llegar al paseo vi a Daniel mirando nervioso su reloj, temiendo que yo no acudiera a una cita con la que llevaba soñando mucho tiempo.
         Llevaba unos vaqueros que marcaban su trasero y una camisa azul que hacía juego con sus ojos; estaba realmente atractivo. Nada más verme esbozó una sonrisa nerviosa. Me fijé en que llevaba en su brazo derecho una chaqueta sport azul marino,- este chico sabe sacarse partido – pensé al verlo.
     -Pensé que me dejarías solo. – Dijo tras respirar aliviado.
     -No, soy de las que tarda en decidirse, pero cuando lo hago mantengo mi palabra.
     -Estás muy guapa. ¡Demos un paseo! ¿Has visto qué bonito está el paseo marítimo?
     -Es uno de mis lugares favoritos; me gusta perderme aquí cuando quiero relajarme y evadirme de todos los problemas.
     -¿Qué problemas puede tener una joven como tú?
     -Los tengo, créeme. – Respondí sin querer entrar en unos detalles que tal vez lo habrían espantado.
     -Demos un paseo; eso cura todos los demonios internos. – Dijo él
         Caminamos en silencio durante un buen trecho en compañía del sonido de las olas al romper en la playa. No dejaba de preguntarme qué clase de demonios internos tendría un chico perfecto; los míos los conocía bien y me cuidaba de ser su única conocedora.
         Llevaba la chaqueta cogida con fuerza; ¿tendría algún tipo de arma escondida en su interior? No me lo parecía pero en los tiempos que corren no puede una fiarse ni del chico más perfecto.
         Entramos en una pizzería para cenar. El camarero hablaba un italiano con tintes albaceteños que resultaba muy gracioso y sobre el que Daniel hizo alguna broma; me reí superficialmente, pues estaba concentrada en lo que nos depararía la noche. Todo estaba decorado con muy buen gusto aunque sin ningún tipo de lujo: sillas de enea pintadas del verde de la bandera de Italia; retratos en blanco y negro con imágenes típicas de la Italia más rural; una réplica en miniatura muy conseguida de una góndola veneciana y como no podía ser de otro modo, un tablón de caucho con fotografías de clientes. Los manteles eran de cuadros y el centro de cada mesa estaba adornado con un par de rosas y una banderita de Italia; de no ser por el acento del camarero nadie hubiera sospechado que la pizzería era regentada por una familia que llegó de Albacete en los años sesenta.
         Observé una especie de tic nervioso en Daniel; de vez en cuando, mientras yo hablaba, se tocaba el pecho. Definitivamente ese chico me ponía de los nervios, pero era perfecto para mis propósitos.
         Nada más pagar la cuenta salimos del restaurante y me invitó a tomar una copa en su casa. A pesar de no fiarme del todo acepté. Sus padres habían salido de viaje ese fin de semana y sería sólo para nosotros dos. Tras servirme una copa de vodka e invitarme a ir al baño si quería ponerme cómoda, él se fue a su dormitorio a cambiarse de ropa.
         Todo estaba listo; había llegado el gran momento. Daniel tardaba en salir así que empecé con los preparativos; quería que todo saliera a pedir de boca; que no sucediera ni el más mínimo fallo. Lo que estaba a punto de suceder alejaría mis malos pensamientos durante mucho tiempo; con suerte para siempre. Una tenía que darle una alegría al cuerpo de vez en cuando.
         Escuché abrirse la puerta del baño. Me escondí para cogerlo por sorpresa; era algo que me gustaba hacer desde pequeña y me recordó a los sustos que se llevaba mi pobre hermana pequeño. Al aparecer su silueta tensé mis músculos para poder saltar a tiempo y no perder el factor sorpresa. Cuando entró en la habitación salté sobre él pero no lo sorprendí; me dio con el codo en la boca; se encendió la luz de repente y aparecieron policías por todos los lados.
         ¡Me habían pillado! Daniel era perfecto pero tomé la decisión errónea. Debí haberme fiado de esa vocecita interior que me decía que ese chico escondía algo. No tardaron en quitarme el cuchillo de la mano y me tumbaron boca abajo para esposarme mientras me leían mis derechos.
         Habían bastado unos ojos claros y un cabello rubio para engañar y dar caza a Esther Cifuentes, conocida en los periódicos como la “Mata amantes”.

Ana&Joselop44

lunes, 1 de marzo de 2010

Corazón marchito.


Ni siquiera tu voz al otro lado del teléfono consiguió calmar el dolor que mi alma sentía.
Hacía dos días que había decidido cerrar mi corazón y ahora estabas al otro lado de la línea diciéndome que no podías vivir sin mí.
Mi mente comenzó una danza frenética luchando por borrar cualquier atisbo de sentimientos por ti, pero no sé si fue mi corazón o mi mente quien esta vez ganó la batalla.
Me recosté en la almohada y cerré los ojos.
Volví hacia atrás en el recuerdo, volví a aquél día de invierno en que nuestras vidas se tropezaron en una esquina del destino.
Yo iba absorta en mis pensamientos, dándole vueltas al hecho de sentir cómo la llegada de las navidades me dolía tanto por algo tan simple como era estar sola.
Iba maldiciendo mi suerte, pensando en lo maravilloso que sería poder pasear con alguien de la mano en una fría tarde de aquél duro invierno.
Pensaba lo estupendo que resultaría sentarse en una cafetería para compartir un café caliente con alguien y pedir además una tostada con mantequilla y mermelada de fresa.
Recuerdo que entonces noté como una lágrima comenzaba a resbalar por mi mejilla y no paró hasta llegar al borde de la gruesa bufanda que llevaba enrollada en mi cuello.
Sequé con el puño de mi abrigo el surco que había dejado, porque la gélida tarde se incrustó en mi mejilla y casi comenzó a escocerme.
Fue entonces cuando nos tropezamos y nuestras miradas se fundieron en el instante más cálido de nuestras vidas.
Supongo que debiste pensar que era una despistada que no miraba por donde iba, porque como consecuencia del encontronazo tiré al suelo la carpeta que llevabas en las manos y parte de su contenido se esparció por el suelo.
Sé que balbuceé una disculpa mientras me agachaba para ayudarte a recoger los papeles.
Sé que me ruboricé al darme cuenta de que mi mente me había vuelto a jugar una mala pasada abstrayéndome tanto de la realidad como para no darme cuenta  que andaba sin saber por dónde iba.
Sé que en el momento en que me vi reflejada en tus ojos empecé a amarte.
Todo se confabuló, y en el mismo instante en que recogías la última hoja del suelo, comenzaron a caer las primeras gotas.
-Creo que la tarde va a terminar de estropearse – después de decir la frase me sentí absurda.
-¿Te apetecería un café? Supongo que debes decirme que si para compensarme por el tropiezo. Eso sí, yo invito para que veas que no soy rencoroso.
Yo solo pude sonreír.
Sentados en aquella mesa de aquella cafetería delante de un café y una tostada de mantequilla con mermelada de fresa, descubrimos que teníamos en común millones de cosas.
Nos gustaba la misma música, nos apasionaba leer, posiblemente habíamos coincidido varias veces en el cine viendo las mismas películas.
Descubrimos que buscábamos las mismas sensaciones perdidas al lado de otra persona.
Confesamos que por las noches la cama parecía el doble de grande cuando al despertar la sentíamos vacía.
Después de varias horas salimos de allí sintiendo que a punto de llegar la navidad, en nuestras vidas acababa de colarse una sensación que en aquellos momentos nos llenaba el alma de millones de sentimientos encontrados, unos repletos de euforia desconocida, otros llenos de miedos inconfesables.
Recuerdo que me pediste una cita, una tarde de cine. Que se terminó  convirtiendo en una noche romántica, cena con velas y el que fuera el primer beso, aquel con el que todos somos recordados los días siguientes, sintiendo la angustia y dolor de la ausencia, aunque fuera tan solo unas pocas horas de separación en el día. ¿Cómo pasamos del todo a la nada? ¿Por qué sabiendo el dolor que nos han causado lo reiteramos a modo de ritual maldito?
 Me prometiste amor sincero, todo mentira. Y hoy después de una ausencia de un mes me pides perdón, me ruegas volver. ¿Acaso crees que esto es un juego en donde se puede ir y venir a placer dependiendo del momento en que uno quiera?. ¡Maldito! te llama mi mente,  mientras mi corazón prefiere hacerse jirones, a perderte. ¿Hasta cuándo, me espetó avisándome una y otra vez mi mente, cuándo pasará otra vez?
Abrí  los ojos nuevamente lanzando la almohada contra la pared enfurecida por mi estupidez, me duché como si quisiera sacar de mi piel cualquier rastro de ti que pudiera haber aún en él, me frotaba hasta doler. Mientras, lloraba otra vez tu maldita ausencia. Me senté frente al espejo de la  cómoda observando mis tristes ojos, los mismos a los que dijiste eran tu luz, el único motivo de tu existencia, tu elixir. ¡Mentiras!…
 Y de nuevo el teléfono sonó, sabiendo aún sin mirar que eras tú
- ¿Qué quieres? Te dije
-Lo siento de verdad, me duele todo por lo que te he hecho pasar, me siento fatal por mi estupidez, perdóname por favor.
-Acaso crees que un lo siento, podría hacer que olvide tanto dolor como me has provocado, a quién se ama, no se ignora. Un mes llamándote mientras tú te divertías, ignorando mis llamadas ni una solo contestaste y no me hables de que no tenías tiempo. Porque mientes y lo sabes. ¿Acaso te pedí tiempo completo para mí? ¿Acaso te pedí algo? Bueno sí, respeto y que no me hicieras daño. ¿Tanto cuesta? ¿Acaso es tan difícil?
-No, no lo es, no tengo disculpa alguna. Tan solo puedo pedirte perdón.
-Lo siento pero no es suficiente, por favor no vuelvas a llamarme nunca más, no puedo vivir sin saber cuando volverás a hacer lo mismo y sé  que lo harías, no tengo la menor duda. Quiero que sepas que te quiero y que tardaré en olvidarte, no sabes cuánto amor te pierdes, adiós y aunque no te lo creas ni te odio, ni te deseo ningún mal, simplemente adiós.
Colgué  con una sensación de pena enorme, a la vez una liberación. Mientras caían perlas de dolor por mis mejillas, no paraba de decirme que no me lo merecía. No es justo dar sin recibir. Pasé uno de tantos días ya conocidos por mi y mi maldita suerte en el amor. ¿Acaso seré yo la causante? No quise pensar más y quise terminar el día, pensando que mañana sería tal vez distinto.
Amaneció  nuevamente otro día, mientras notaba la soledad de mis sábanas, mis ojos tristes y llorosos me indicaban sin duda la angustia de mi interior, me levanté cansada, cuando el espejo de la alcoba se llenó con mi única presencia. Buscaba sin entender, ni ver, el por qué del abandono, observé mi rostro, mi cuerpo, tal vez el alma, sin encontrar respuesta alguna a la pregunta. Amé sin condición con todo cuánto tenia y nada entendía. 
Las lágrimas empaparon mi cuerpo magullado sin herida visible, mientras me vestía de negro con mi pañuelo preferido rodeando mi terso cuello, soñando que tal vez hoy me daría suerte. Y salí de la prisión ahora reflejada en la habitación que un su día fue refugio de amor. 
Paseaba lentamente junto con la brisa de la mar notando como ésta, alborotaba mi bello cabello acunado con el vaivén repetitivo de las olas. Mi mirada perdida en el horizonte como si desease que algo sucediera en él, sin encontrar aún ninguna señal. Todo era a mi alrededor sobriedad, tristeza, sin color, tan solo en mi pecho habitaba el dolor. La soledad amanecía y anochecía día tras día sin darme alivio, ya no hubo descanso, ya no hubo calor, la ansiedad, la agonía por alma. Una flor marchitándose en mi corazón.
Busqué un banco para sentarme. La primera náusea, el primer mareo se habían instalado en mí.
Acerqué mi mano derecha a mi abdomen y acaricié suavemente el pequeño abultamiento.
Cerré los ojos y sentí que aunque mi corazón estuviera marchito, seguramente el pequeño ser que crecía dentro de mí iba a mantener con vida mi vida. Aunque su padre nunca lo supiera, aunque mis días y mis noches siguieran estando plagadas de amaneceres y anocheceres tardíos.

Hadaluna&Montxu