lunes, 19 de abril de 2010

Interno 513.


Me desperté confuso, mareado, sin saber quién era o dónde estaba. Lo único cierto era que en mi mano sujetaba con fuerza un pequeño botón amarillo. Abrí los ojos poco a poco, la luz del sol me cegaba y provocaba unos dolorosos pinchazos en mi cabeza. Si supiese quién era quizás ahora mismo podría decir que estaba drogado o que me había pasado con las copas la noche anterior, pero no lo sabía. No sabía que me pasaba y eso me aterraba. Me levanté no sin esfuerzo y miré a mi alrededor. Lo único que podía ver eran unas pequeñas casas a lo lejos y el mar. ¿Dónde demonios estaba y qué hacía allí?
Caminé durante unos minutos hasta alcanzar una pequeña plazoleta, en la que huérfana de compañía se hallaba una escueta terraza. Sin saber porque me senté en una de sus mesas. Mi cabeza no dejaba de darle vueltas al origen de ese botón. Necesitaba descansar unos segundos y dejar que los recuerdos fluyesen por si solos. Únicamente así podría recordar quién era y cómo había llegado hasta allí.
Muy atento el camarero, un hombre que a mi parecer rozaba ya la ansiada edad de jubilación, me sirvió un café acompañado de unos bollos cortesía de la casa. Saboreé cada migaja como si fuese la primera comida en días y tal vez lo era. Me desquiciaba y sobre todo me asustaba el no saber nada de mí que no fuese el presente que estaba viviendo. Empezaba a refrescar e instintivamente metí mis manos en los bolsillos de mi chaqueta. Noté algo extraño en uno de ellos. ¿Una tarjeta? Lentamente la fui deslizando hacia el exterior preocupado por lo que en ella hubiese escrito. Una vez fuera, la dejé sobre la mesa. ¿ y si de verdad no quería saber que era lo que me había llevado a ese lugar y a esa situación? ¿ y si mi pasado era tan horrible que no quería conocerlo? Nadie normal acabaría en una playa sin recordar nada, simplemente con un botón en su mano. Yo no era uno más.
Después de unos instantes de indecisión la levanté y la leí. Los recuerdos fluyeron por mi memoria de tal manera que apenas podía retenerlos. Imágenes, sonidos y dolor mucho dolor me abofetearon devolviéndome a la realidad. Recordé las salas insonorizadas, las batas blancas y sobre todo las descargas eléctricas. Levanté las mangas de mi chaqueta y pude ver los pinchazos en mis brazos y las quemaduras de los electrodos que diariamente me colocaban los “doctores” que mi familia había contratado para currar mi enfermedad. Ahora recordaba perfectamente todo lo que había pasado.
Esa mañana, como cada día, el doctor Quintero y una de sus enfermeras habían entrado en mi habitación con la dosis diaria de tranquilizantes y barbitúricos, esperando encontrarme aún somnoliento por la toma nocturna. ¡Qué equivocados estaban¡ Sin darles tiempo a reaccionar salté de la cama y con mi brazo derecho abofeteé a la enfermera que inconsciente cayó al suelo golpeándose la cabeza contra uno de los cajones de la mesilla. Por el charco de sangre juraría haberla matado. Fuera de combate la presa más débil salté loco de ira sobre el doctor que forcejeando intentó zafarse de mi ataque pero su final fue el mismo que el de su compañera. Una vez comprobé que estaba muerto lo desnudé y me puse sus ropas. No podía escaparme del manicomio vestido con el camisón. No llegaría ni al final del pasillo. Salí de mi habitación y comencé a caminar a un ritmo que sin llamar demasiado la atención me sacase cuanto antes de allí, pero Sofía apareció de la nada y me sujetó del brazo. La sujeté del cuello y de un empujón nos metimos en una de las salas de electroshock. La golpeé una y otra vez contra la pared, momento en el que sin darme cuenta arranqué uno de sus botones. El botón de mi mano. Era de la blusa de Sofía. Ella era la única que había creído en mí y yo la quería, pero ahora también estaba muerta. ¿Y si de verdad mis padres tenían razón y estoy loco?
Volví a meter en mi bolsillo el botón y la tarjeta. Si mis recuerdos eran ciertos y no producto de la esquizofrenia, la policía estaría buscándome. Tenía que huir lo más lejos posible y en el menor tiempo posible. Busqué al camarero; no estaba en la terraza así que me levanté sin llamar mucho la atención y me fui. No tenía dinero para pagar el café y lo que menos me convenía era una trifulca con él por un mísero euro que podía llevarme derecho a la jefatura de policía.
Me puse a andar sin dirección ni rumbo, pues la verdad es que no tenía ningún plan infalible que me sirviera de solución para huir de allí y mucho menos de los recuerdos que ahora gobernaban mi mente. Mis pasos me llevaron hasta la playa, allí donde el mar ya podía bañar mis pies; el sol languidecía en el horizonte mientras respiraba aquella extraña sensación de libertad que se me antojaba no haberla sentido nunca antes, y aún así un atisbo de tristeza se apoderaba de mí inconscientemente, me poseía sin tan siquiera darme la oportunidad de zafarme de él. Sentía la necesidad de esconderme, de buscar algún refugio donde nadie pudiese encontrarme y que a la vez me proporcionara un mínimo de espacio y tiempo para poner en orden mis ideas, para pensar con un poco más de claridad pues tenía la sensación de que a medida que iban pasando las horas menos tiempo me quedaba para reaccionar y más me asustaba la idea de que alguien pudiese reconocerme y dar la voz de alarma, pues para entonces seguramente ya habrían empapelado la cuidad con mi fotografía y sería cuestión de horas que dieran conmigo.
Barajé la posibilidad de refugiarme en el motel de la carretera cuyo letrero luminoso podía ver desde mi posición, pero deseché aquella estúpida idea al instante, pues no tenía dinero y aquel sería el primer lugar donde me buscarían, además sabrían que escapé sin ningún tipo de documentación ni efectivo, por lo que pronto deducirían que no podría ir muy lejos. Recordé que cerca de allí había una pequeña cala donde solía jugar de pequeño, y sin dudarlo me dirigí hasta aquel lugar alejado y solitario, donde recordaba había un recodo que la erosión había convertido en una pequeña cueva.
Me senté allí, en medio de la minúscula cueva; no recordaba fuera tan pequeña, ni siquiera podía mantenerme en pie allí dentro, pues mi cabeza golpeaba contra el techo rocoso. Sentía la espalda húmeda pues un sudor frío empezó a recorrerme el cuerpo y a ascender por mi columna vertebral, a la vez que la arena viscosa empezaba a apoderarse de todo mi ser. Abrí la mano y de nuevo me enfrenté a la incómoda visión de aquel botón amarillo que de nuevo volvía a arremeter contra mí con toda su descarga de imágenes inverosímiles. Nuevamente volvían a recorrer mi mente todos esos extraños recuerdos de rabia y dolor, de muerte y destrucción que me hicieron cerrar la mano apretándola con todas mis fuerzas, como queriendo hacer desaparecer aquel botón y con él todos esos malditos recuerdos. Yo no podía ser un asesino, ni un loco, aquello no podía estar pasándome a mí, no quería creer que aquellas imágenes pertenecieran a mi pasado; por un momento maldije aquella tarjeta que me convirtió al instante en escoria humana.
Me recosté; a pesar del frío que empezaba a sentir quería conseguir dormirme, con la vaga esperanza de que al despertar todo aquello hubiese pasado,  que solo fuese un mal sueño;  pero no conseguí dormirme en toda la noche, muy al contrario, seguía en vilo y más despejado de lo que había estado en mucho tiempo. Varias veces me asomé para ver la playa con su cautelosa nocturnidad, para dejarme acariciar por aquella luna llena que rielaba sobre la inmensidad del mar. Todo parecía en calma, nadie parecía buscarme por aquella playa, a pesar de ser un buen sitio para esconderse un asesino sin recursos; aquello me dio la frágil esperanza de que aquellos recuerdos no fuesen ciertos, pues necesitaba apaciguar mi alma de algún modo, pero aún así, aquellas imágenes se veían tan reales...............
Rayaba el alba y el amanecer parecía querer apoderarse del firmamento con insistencia, cuando me enfrenté a mí mismo tratando de buscar la mejor solución posible, pues tampoco podría permanecer así mucho más tiempo, pues hasta el hambre estaba haciendo acto de presencia y hacía rugir mi interior con fuerza. No sabía si realmente era un asesino o no, si realmente estaba loco o no, pero lo que sí empezaba a tener muy claro es que fuese como fuese yo no podía vivir con ese peso en mi conciencia; y quizá lo mejor de todo a estas alturas sería subirme al acantilado y arrojarme al mar para quitarme la vida, para descansar realmente de aquella locura que invadía mi mundo. Dicen que es de cobardes quitarse la vida, pero yo ni siquiera tuve valor para hacerlo; así que decidí emprender el camino hacia el pueblo, lo que tuviera que pasar que pasara y cuanto antes mejor. El botón amarillo seguía estando en el bolsillo de la chaqueta de aquella americana que ni tan siquiera me pertenecía.  
Las calles se mostraban desiertas a aquellas horas de la mañana, todavía no había salido el sol, y la tenue luz de las farolas eran mis únicas guías en aquel incierto camino del cual desconocía qué me depararía. Pronto vi el letrero luminoso de la comisaría de policía; me detuve por unos instantes ante su escalinata intentando escudriñar fugazmente su interior; todo parecía en orden, demasiado tranquilo para que un loco asesino anduviera  suelto por aquellos parajes. En su interior un policía uniformado, seguramente de guardia, dormitaba sobre una silla la cual no se apreciaba muy cómoda. Respiré hondo, tan hondo como pude mientras la adrenalina se apoderaba de mi ser y el corazón empezaba a acelerarse golpeando con fuerza mi pecho, como si fuese a salirse de él de un momento a otro. Subí lentamente los cinco escalones que me separaban de la puerta de entrada, en cada pisada notaba como el ritmo cardíaco iba en aumento; intenté inútilmente abrir la puerta, pero parecía cerrada por dentro; golpeé entonces el cristal y el policía por fin pareció percatarse de mi presencia en el exterior. Aturdido por el sueño truncado se acercó a la puerta, me observó desde dentro a la vez que su rostro palidecía por completo, como si hubiese visto un fantasma, o un espectro. Por mi parte todo mi mundo se vino abajo y mis más horribles sospechas parecían confirmarse, estaba claro que aquel hombre estaba asustado, y no era para menos, sabía que estaba frente a un asesino. Vi como accionaba el botón de alarma antes de abrirme y como al instante cuatro policías más se posicionaban tras la puerta que finalmente se abrió con mucho estruendo. Los cinco agentes se abalanzaron sobre mí descargando toda su fuerza sobre mi frágil cuerpo, el cual no opuso resistencia en ningún momento; como si las fuerzas me hubiesen abandonado por completo caí de rodillas al suelo derrumbado por el peso de todo mi mundo que ahora se abalanzaba sobre mí a plomo...
Y ahora me encuentro aquí, ante este tribunal, después de interminables interrogatorios y noches de insomnio, después de ser visitado por innumerables psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, que han conseguido rescatar todos aquellos recuerdos que creía ni tan siquiera recordar. Sí, aquí estoy, tratando que mi abogada consiga hacer comprender a este jurado popular que obré en defensa propia, que actué movido por el mero instinto de supervivencia. Su voz, cálida y penetrante me da seguridad, protección y confianza y me entrego sin miedo al destino que la vida me quiera deparar...
         Tras cuarenta y cinco minutos de angustia el jurado popular vuelve a la sala con la intención de emitir su veredicto. La portavoz, una mujer de mediana edad, morena, de ojos castaños, se queda en pie mientras el aguacil le acerca el micrófono; tras unos segundos que a mí se me antojan interminables, su voz empieza a salir por los altavoces; cierro los ojos, los aprieto con fuerza mientras trato de procesar lo que aquella voz -ahora en off para mí-, trata de comunicar.
         -Señor Juez y miembros del tribunal: Ha tenor de lo expuesto en esta sala en los últimos quince días; después de haber leído detenidamente todos los informes policiales y psiquiátricos, en los cuales realmente no se hallan indicios de que el acusado posea ningún tipo de discapacidad intelectual, este jurado popular estima, que aún estando en plenas facultades mentales, no hay pruebas para procesar al acusado por homicidio en primer grado; por lo cual declaramos al señor Miguel Muñoz, “Culpable de homicidio en legítima defensa”, y dejamos en manos del señor juez la pena que estime oportuno imponer al acusado.
         Dieciocho meses en la prisión y un contrato de colaboración para denunciar todas las prácticas aberrantes de aquel psiquiátrico, fueron mi condena, la cual cumplo sin pena ni gloria, pero con la certeza de que todo pasa y todo llega, y que dentro de poco comenzará mi nueva vida, la que tanto ansié y la que me arrebataron por algún juego caprichoso del destino el día que mis padres decidieron conscientemente internarme en aquel psiquiátrico.

         Seo&Ruth

lunes, 12 de abril de 2010

A la orilla del mar.

        Gabriel paseaba calle abajo, como todos los días, en dirección a la playa, mirando a todos los lados y a ninguno, jugando a captar algún detalle diferente que le sacara de la monotonía.
         Solía hacer el mismo recorrido...
         Bajaba por la amplia avenida, con sus setos perfectamente recortados y sus farolas en la mediana, y sus aceras laterales salpicadas de tanto en tanto por un árbol, cuyas hojas empezaban a brotar en aquella incipiente primavera. Cuando llegaba a la playa recorría el paseo marítimo, flanqueado por pequeñas palmeras, cobijado por las fantasmagóricas sombras de aquellas moles de hormigón generadas por el urbanismo incontrolado.  
         Se sentaba siempre en el mismo banco, su banco, a oír la música celestial, para él, del rumor de las olas, observar el ocaso en el horizonte, y aspirar el aroma del salitre. Ocasionalmente abandonaba su cálido refugio para pasear por la arena, casi siempre días donde el viento había alisado su superficie. Le gustaba romper esa uniformidad con sus pisadas y coger un puñado entre sus manos, palparla, sentirla, dejarla resbalar entre sus dedos. Era una sensación que necesitaba de vez en cuando.     
         Aquella tarde de primavera en su banco había sentado un anciano. Su rostro reflejaba cansancio, su piel, cuarteada por la edad, tostada por el sol, denotaba agotamiento. Sus manos, arrugadas y temblorosas, se apoyaban sobre una cachava que sujetaba entre sus piernas. Vestido con un traje negro, camisa blanca, con la boina calada, ligeramente inclinada hacia la izquierda perdía su mirada en el horizonte con la tristeza y nostalgia que sólo un anciano, un veterano de la vida puede sentir.
         Gabriel se sentó junto a él. Ambos contemplaban el paisaje que les ofrecía el banco. En la playa, unos pocos atrevidos chapoteaban en la orilla o nadaban en aquel agua fría. Algunos más, paseaban disfrutando de los últimos rayos de sol. Al fondo, la isla, mole rocosa que parecía depositada allí por algún coloso o gigante de otros tiempos. Cruzando el horizonte, a escasa velocidad, un barco turístico que regresaba de su periplo por las localidades cercanas, quebraba la uniformidad del mar en calma, dejando un oleaje artificial a su paso.
         -¿Te gusta el mar joven? –La voz del anciano sonaba serena, nostálgica…
         -Si, me gusta. Me gusta su olor, su sonido. Me gusta la playa, la arena, pasear por ella, sentirla bajo mis pies. Me gusta sentarme aquí a observar a la gente, a ver romper las olas en la orilla, a mirar los barcos y sus estelas.
         -Fui marinero. Desde niño el mar formó parte de mí. Nunca pude separarme de él. Viví embarcado mucho tiempo, en pesqueros pequeños, en pesqueros más grandes, en mercantes… Ahora el mar sigue atrayéndome. Sigue tirando de mi vida. Sigue llamándome todos los días…y más, desde que falleció Soledad, mi mujer.
         Al anciano se le hizo un nudo en la garganta. Permaneció impasible mirando el horizonte, hasta que un ligero temblor de sus labios precedió a una lágrima, que abandonó el refugio de sus ojos cansados y fluyó brillante por su mejilla arrugada y cuarteada por el tiempo.
         -Vaya…lo siento mucho. –Balbuceó Gabriel sin saber que decir.
         Tras unos breves instantes, algo incómodos para el joven, el anciano rompió aquel silencio cortante que se había instalado en el banco de la playa.
         -Muchacho… ¿Crees que se puede morir de pena?
Gabriel se quedó en silencio, como si las palabras del anciano hubiesen cavado una galería en el tiempo por la que se deslizó inevitablemente. Se detuvo en el pasillo de azulejos marrones de la casa que su amigo había alquilado con otros estudiantes y donde había coincidido con Marie, que también había acudido a visitar a una amiga. Esa foto que se hicieron aquella noche cogidos de la cintura al volver de tomar unas copas, representaba la pena. La que sintió el día en que terminaron las cortas vacaciones y cada uno tuvo que volver a su casa.
Sin mirar al anciano, respiró hondo y soltó todo el aire que había acumulado de un sólo golpe.
         -Mire, la pena se convierte muchas veces en una hermana que nos acompaña toda la vida. Lo mejor es llevarnos bien con ella para que no nos haga mucho daño.
         -Si, ¿pero qué haces cuando la hermana se llama Soledad?
         -En cualquier caso, se debe convivir con ella.
         Otro silencio largo, que en esta ocasión despertó el anciano, que habló despacio, como arrastrando cada una de las palabras, como si cada cosa que decía la visualizara en imágenes del álbum de su vida.
         -No sabes la de veces que me hablaron de pasar página, de volver a vivir, de borrar episodios, de romper con el pasado… porque es una manera de vencer al dolor. Es todo teoría, porque la mente es capaz de definir todas las estrategias que te puedas imaginar. Pero es incapaz de controlar algunas cosas insignificantes que se filtran del pasado y se hacen presente. Los instantes, los pequeños momentos que no terminan de irse, los recuerdos lejanos que de pronto se presentan con fuerza sin respetar el tiempo, como la letra de un antiguo bolero que habla del tiempo y las horas. ¿Qué hacemos con eso?; ¿Qué nos queda cuando ni el tiempo es capaz de borrar la huella de la pena?; ¿Cómo se puede dejar de pensar en alguien que está presente?; ¿Cómo deshacer los nudos que se hicieron en una vida?
         Y de nuevo el pensamiento de Gabriel se perdió en el tiempo. Los primeros días en la casa de su amigo fueron corrientes, mucho trasiego de gente, largas conversaciones intelectuales en el salón y la música en la habitación de la amiga de Marie que sonaba incesante bajo aquella tenue luz. Sucedió un día cualquiera, nada especial, un día de los de salir en grupo, una noche normal que sólo fue diferente a la vista del recuerdo.
Fue en aquel local llamado Sócrates donde se reunían los estudiantes para beber menta con vodka donde se miraron a los ojos. Una mirada silenciosa, cercana, una mirada de gestos cuando ceden las palabras, cuando desaparece el resto del mundo. Y desde ese momento se fueron encadenando los gestos, las frases cortas fueron dejando paso a largas conversaciones en las que dibujaron retales de la vida de cada uno. Luego fueron al cine, a ver como sonaba el mar, a comer a aquel restaurante persa, a pasear por el puerto mientras se llenaban de besos y tímidas caricias… y después de aquel domingo por la tarde cuando oyó que se cerró la puerta de la calle, a respirar la tristeza.
No hubo tiempo para hablar de otro lugar y sabía que Marie era de las personas que vivían el momento sin pensar en nada más, sin aferrarse a esos sentimientos pasajeros que duraban lo que duraban. Pero el había naufragado en aquellos ojos y había empezado a construir un paraíso de felicidad en aquella mirada. Sabía que había iniciado un camino a ninguna parte y que le acompañaba la pena derramada de todos aquellos gestos, de la forma de moverse, la manera de apartarse el pelo de la cara, aquella expresión de su cara, sus ojos y sus manos de seda.
Otra vez Gabriel volvió a expirar, como si volviera de un letargo, colocándose las manos entrelazadas detrás de la nuca.
-Yo también perdí a alguien y aún sigo pensando en ella con pena porque tampoco conseguí borrarla. Se que cada uno tiene sus propias vivencias, pero cuando vengo al mar cada día siempre la busco detrás del horizonte, hasta que se me desvanecen los sueños de la añoranza. Sigo vivo, pero se lo que duele el amor.
El anciano miró al cielo y lanzó un suspiro; se movió para buscar una postura más cómoda y cogió a Gabriel por el hombro.
-Mira al cielo; deja que tu mirada vuele a través de las nubes. Ahora dime, ¿qué ves? – Preguntó el anciano
-Veo una, dos, tres…cuatro o cinco nueves; depende de si esa gran del fondo termina de dividirse en dos.
-Te he dicho que mires al cielo; no que cuentes las nubes. ¡Fíjate mejor muchacho! – Ordenó el anciano con voz grave y enojada.
-No sea tan cascarrabias buen hombre. – Se defendió Gabriel.
-¡Me he ganado ese derecho a fuerza de vivir! ¡No seas tan insolente y obedece!
-Lo que usted diga. – Respondió el joven con una sonrisa de nostalgia ante esa regañina del anciano que le hizo recordar a su abuelo.
-Mira de nuevo al cielo y dime lo que ves. – Dijo ahora más sosegado.
-Veo el cielo.
-Sigue.
-Es inmenso, infinito.
-Pues allí es donde van los amores perdidos. Son tantos que necesitan de la inmensidad del cielo y son tan puñeteros y jodidos que nos observan desde allí arriba y se dejan ver para que no los olvidemos nunca.
-Usted que es mayor…
-¡Viejo! ¡Eso de mayor es una mariconada! – Exclamó el anciano con una vehemencia que le hizo fruncir el ceño y hacer que los surcos de su frente se acentuaran aún más.- ¡Continúe!
-Con su permiso. Usted que ya ha vivido tantos años; que ha pasado por sus amores y por los de la gente que lo ha rodeado. ¿Qué me aconseja para salir de esta pena que me ahoga y no me deja vivir?
-Quien te dé una solución o es un necio o te toma a ti por tal; no la hay. El dolor que sientes sirve para avisarte de que sigues vivo; para recordarte que la vida continúa. Si nuestro cuerpo es sabio nuestra alma lo es mucho más. El amor es una enfermedad del alma y uno de los síntomas es el dolor que deja cuando es no correspondido. No tenemos que olvidarlo; tenemos que aprender a convivir con él hasta que desaparezca; tenemos que luchar por seguir en la vida y no rendirnos jamás. – El anciano señaló con su encallecida y pellejuda mano al mar. – Antes me has dicho que te miras al mar e imaginas a tu amada en el horizonte. Haz una cosa; acércate a la orilla, descálzate y mete los pies en el mar; cuando hayas pasado un par de minutos así vienes y seguimos hablando.
-Hombre, hace frío. – Protestó Gabriel.
-¿Quieres el consejo de este viejo cascarrabias o no? – Le gritó nuevamente enfadado.
-Sí, claro.
         A regañadientes y mientras se decía a sí mismo que eso no podía estar ocurriendo, Gabriel caminó hacia la orilla mientras miraba al horizonte. Allí volvió a ver la figura difuminada de ella. Un perro que corría en busca de una pelota pasó a su lado y lo sacó de ese ensimismamiento. Volvió la cabeza y vio al anciano que lo observaba con atención y que con gestos con su cachava lo apremiaba a meterse en el agua. Se quitó el calzado y sintió el contacto de la arena en sus pies; se encogió de hombros y caminó hacia el lugar donde rompían las olas serenas de ese soleado día de primavera. El agua estaba fría  y dio algún que otro respingo hasta que su cuerpo se hizo a la temperatura del mar. Observó las olas llegar una y otra vez sin descanso; las observo acariciar la arena que cubrían. Empezó a sentirse mucho mejor. Tanto que se remangó los pantalones y se metió casi hasta las rodillas. Cerró los ojos y se llenó de energía y de vida.
         Tan bien se encontraba, que el anciano empezó a llamarlo a gritos mientras alzaba la vieja cachava puesto en pié con cara de malas pulgas. Gabriel salió dando saltos; cogió su calzado y descalzo corrió hasta el anciano.
         -Ahora dime. ¿Qué has sentido?
         -Ha sido fantástico; me he cargado de energía. – Respondió el joven casi con euforia.
         -Te has sentido vivo. No estás en edad de quedarte embobado en el horizonte desde este banco. Estás vivo y eres muy joven. Para vivir hay que mojarse.
         -Pero usted…
         -Yo soy un viejo a quien le quedan dos días. Dentro de poco iré al encuentro de mi amada, pero eso no será en vida; así que mejor no me mojo. Mi sitio está en el horizonte; me preparo para subirme a una nube. Tú sin embargo estás en edad de quedarte con una de esas olas que no dejan de llegar; que nos llaman y nos hipnotizan.

      Calvarian&Beker&Joselop44
     
    

lunes, 5 de abril de 2010

La cita.



Corría… Corría tan rápido que el sonido de los latidos de su corazón, ensordecía todo lo demás...Todo lo demás, menos ese grito desgarrador que la hizo abandonar aquella casa y adentrarse en el bosque.
La niebla cada vez se hacia más densa, sus piernas estaban llenas de heridas, sin fuerzas, de las veces que había caído al suelo, tratando desesperadamente de seguir avanzando entre la maleza. Su cara estaba cubierta de sangre, de arañazos causados por las ramas bajas de los árboles, cuando pasaba corriendo entre ellos.
Sollozando, con una enorme presión en el pecho, se mordía el labio inferior con tanta fuerza, que un fino hilo de sangre se deslizaba por su barbilla y se maldecía por haber acudido a esa maldita cita….
La sensación de asfixia se incrementaba sin dejarla respirar… En un momento dado, paró, ya no se oía nada… Nada, excepto su corazón, bombeando lentamente. La realidad, el dolor, todo se diluía a cámara lenta, hasta que al fin…, todo se tiñó de negro…
Dos horas antes...en la soledad de su habitación, frente al ordenador…leía perpleja aquel mensaje cargado de misterio, como todo lo que le rodeaba a él, que concluía con rotundidad…
-Necesito verte…Ven a “la casa del bosque”.
En el fondo seguía amándole… Terminar con aquella relación destructiva que había acabado con sus sueños de amor, había sido una dolorosa, pero necesaria decisión.
Pero…él quería volver a verla. Él regresaba con sus intrigas, sus problemas, su vida envuelta en drogas y alcohol, sus malas compañías, su adicción al juego…sin dar explicaciones, como siempre…
Cómo pudo enamorarse de alguien así…Ella…enamorada del peligro…
Cerró la pantalla del ordenador con la intención de olvidar ese mensaje, pero, instantes después, bajo el cálido contacto del agua de la ducha acariciando su cuerpo, intuyendo que aquello sería la peor de las ideas, decidió acudir…
Después de salir de la ducha se derrumbó en el pequeño sillón de su habitación. Era su lugar favorito, donde siempre que tenía problemas se acurrucaba para pensar. A pesar de haber decidido acudir a la cita, no podía dejar de preguntarse si estaría tomando una decisión equivocada.
Recuerdos de momentos dolorosos aparecían con fuerza. No había pasado tanto tiempo como para haber olvidado la última paliza que le dio, pero a pesar de todo, allí estaba ella, tomando una decisión que no sabía donde la llevaría. ¿O quizás si lo sabía?
Había algo que la enganchaba a él, y quizás por eso no le había costado tomar esa determinación, pero se sentía inquieta, quizás por esa urgencia que él le demostraba.
Se levantó bruscamente y abrió el armario. Se enfundó un par de vaqueros gastados por el uso, un cómodo suéter de lana de color negro y unas botas planas. Cogió su bolso y guardó el teléfono móvil. Sin pensárselo dos veces se encamino hacia la puerta.
Llegó a la calle y el aire fresco la recibió frenando la impulsividad con la que se había comportado momentos atrás. Instintivamente encendió un cigarrillo y expulsó lentamente el humo hacia arriba, como queriendo tranquilizarse, aliviar el sofoco y ordenar de nuevo todas esas contradicciones que envolvían su vida. Antes de coger el coche, quiso dar un paseo para valorar finalmente qué debía hacer. Tenía la boca seca, las manos temblorosas y esa sensación de intranquilidad como la que padecen los que están a punto de enfrentarse a una entrevista de trabajo. Volvían una y otra vez situaciones vividas en las que se había llenado de rabia, momentos en los que dijo basta, como la vez en la que se fue a otra ciudad sin avisarla y sin contestarle al teléfono. Se volvió loca averiguando donde estaba, pensando que algo malo le podía haber pasado, hasta que pasados unos días un amigo la informó de que ya no vivía allí. Y volvió a ella aquella sensación de tristeza, la misma que había sentido todas esas veces en las que se había querido alejar de él, pero sin lograrlo, porque siempre encontraba un camino para encontrarla, como si no pudiera tomar las riendas de sus propias decisiones. Esa era la contradicción que la volvía loca, por un lado había momentos en que tenía claro que no quería seguir con él, pero al instante siguiente sentía la necesidad de tenerlo, aceptar que iba a sufrir, revolcarse en el fango del sufrimiento, meter el dedo en la llaga otra vez hasta la siguiente, pidiendo compasión y dejando que el vidrio de la dignidad se reventase en mil pedazos. Y así estuvo andando durante un largo rato, sin ir a ninguna parte, debatiéndose en la duda de la vida y sus circunstancias, porque hay momentos en los que no hay ningún camino bueno.
En el mensaje que horas antes le había enviado sólo le pedía verse en la casa del lago, ni súplicas ni ruegos, ni tan siquiera algún motivo para ese encuentro pero ella había accedido sin plantearse que buscaba el hombre que tanto la estaba haciendo sufrir. Sin ver el peligro.
La casa del lago, como la habían bautizado hacía dos veranos, era una vieja cabaña perdida en ninguna parte que, por casualidad, habían encontrado una tarde en que ella, sumisa y enamorada, lo había acompañado de caza, otra de sus malsanas aficiones. Odiaba ver como descargaba su rabia sobre indefensos animales, pero como ahora, era incapaz de negarse a todo aquello que le pidiese.
Aparcó su coche en la cuneta, cogió su bolso y se adentró en el bosque. Si no recordaba mal, la casa se encontraba a unos dos kilómetros de allí, escondida entre la maleza que, con los años, se había adueñado de la zona, cuando el gobierno local había cerrado el coto de caza  presionado por grupos ecologistas. La luz de la luna se filtraba sobre las enmarañadas ramas de los árboles. Paraba tras dar cada paso porque el sonido de sus pies sobre el manto de hojarasca que había dejado tras de sí el crudo invierno la asustaba. Esperaba con ansiedad que el sonido de una lechuza o el aullido de un lobo desatara su pánico. A un lado y otro estaba rodeada de viejos árboles de troncos enfermos que no se resignaban a morir y de los cuales asomaban las primeras yemas.
Al fondo, en un claro del bosque, apareció la casa. La recordaba más grande; casi tanto como el suceso que la alejó de ella durante tanto tiempo. El tejado estaba invadido por el musgo y pudo apreciar que las tejas andaban algo sueltas. Avanzó lenta y con todo el sigilo que sus nervios le permitieron. Sacó el móvil pero no había cobertura; estaba realmente sola en aquel siniestro lugar. Él la había citado allí pero no veía coche alguno. Notó escozor en sus brazos y al rascarse sus manos se mancharon de sangre.
La puerta de la casa estaba entornada y algo vencida. Algo la sorprendió e hizo que se tapara la cara con las manos en un movimiento reflejo del que despertó cuando se dijo a sí misma que esto era la vida real y no una peli de terror. Volvió a mirar y ahí estaba su silueta tras una de las ventanas del piso superior; era como si los años no hubieran pasado por él. Desde abajo percibía aquella silueta con la misma intensidad y fortaleza que siempre había utilizado para someterla a todos sus caprichos y deseos venciendo así todo atisbo de voluntad que ella pudiera poseer. Lentamente empezó a subir cada peldaño de aquella vieja escalera de madera que no dejaba de crujir y quejarse ante cada una de sus pisadas, como pidiéndole a gritos que echara marcha atrás, que no siguiera avanzando; con cada nueva pisada iba enfrentándose a aquel singular Síndrome de Estocolmo que padecía desde hacía ya tantos años; no entendía por qué seguía enganchada a aquella historia que tanto la había hecho sufrir, no recordaba el punto en el cuál había perdido por completo su independencia, su autonomía y por ende las riendas de su vida.
Finalmente llegó al umbral de la habitación donde él se encontraba; con sus músculos flácidos parecía tenderle los brazos a la vez que sus ojos completamente abiertos parecían trasmitirle un mensaje. Todas aquellas imágenes que durante todo ese tiempo la habían atormentado dejaron de pasar a ritmo vertiginoso por su mente, como congelándose en aquel preciso instante. Se acercó a él y de puntillas consiguió acariciarle la cara mientras comprendía que ya nada podría hacerle, que todo, absolutamente todo quedaba cerrado, tan cerrado como le cerraba ahora mismo sus ojos mientras aquellas piernas fuertes y sin vida seguían suspendidas en el aire, a la vez que ella notaba como toda la presión y la dependencia se le escapaban para siempre por las puntas de sus dedos.

Gara&Calvarian&Ana&Beker&Seo&Joselop44&Rtuh

lunes, 22 de marzo de 2010

Vacaciones.

lunes, 15 de marzo de 2010

En el tablero de la vida.


Siempre he comparado la vida y el amor con un tablero de ajedrez. Cada ficha que movemos influye en el final de la partida. Si no juegas bien tus cartas lo más probable es que sin darte cuenta acabes con tu rey arrinconado ante un jaque. Pierdes. Pero hay algo peor que perder y es acabar en tablas, porque eso significa que ninguno de los dos contrincantes se ha atrevido a arriesgar lo suficiente para conseguir la victoria. Pues yo soy de esos que viven su vida en un empate continuo. Claramente, un cobarde.
Ainhoa, así se llama la reina de mi tablero. Nos conocimos siendo tan pequeños que no recuerdo con claridad en qué momento justo me enamoré de ella. Me encandiló desde que la vi entrar en clase arrastrando su mochila verde, sin prisa, deleitándose al contemplar a todos sus compañeros, que como yo, la mirábamos intrigados. Siempre era emocionante un nuevo alumno que se incorporaba a mitad de curso. Uno se preguntaba de dónde era, cómo había acabado aquí, si era simpático o el típico abusón. Lo normal cuando tienes 8 años.
-¡Hola¡- dijo con una voz chillona.
-Hola- contesté tímidamente, al darme cuenta de que se había sentado a mi lado.
-Me llamo Ainhoa, ¿y tú?
-Jo… Joooo... Jorge- titubeé.
-¿Quieres ser mi amigo?
-Vale. Te gusta jugar al escondite, ¿podíamos jugar en el recreo?
-Vale...
Desde ese día no volvimos a separarnos. Éramos los mejores amigos, de esos de los que se cuentan todo, desde la película que vieron la noche anterior hasta los deseos y anhelos, los sueños y el futuro. Los años fueron pasando y con su paso nuestra amistad crecía y se afianzaba con fuerza. Inamovible o eso creía yo.
-Jorge, creo que de mayor seré profesora- me dijo un día
-¿En serio? En el pueblo no puedes estudiarlo. ¿Te irás?
-Supongo que sí, aún no lo sé, pero quiero enseñar, de eso estoy segura. Quiero ayudar a los niños a descubrir lo maravilloso que puede llegar a ser el mundo.
-Siempre has sido una idealista, pequeña. Yo no sé que quiero ser de mayor, ni si seguiré en este pueblo o me iré. No lo sé.
-No me llames pequeña, recuerda que aún puedo darte una buena paliza si me lo propongo- bromeó guiñando uno de sus ojos, recordándome las peleas que habíamos tenido de pequeños cuando no conseguía que yo hiciese lo que ella quería.
-Perdóname por favor- contesté levantando mis manos en señal de rendición, sin saber que realmente ya me hallaba rendido ante ella.
Cuando cumplimos 18 años, empecé a darme cuenta de que era algo más que una amiga, pero al mismo tiempo un miedo atroz se apoderó de mí. No sabía si lo que empezaba a sentir era amor o simplemente confundía nuestra amistad con algo más, pero cada día necesitaba más y más su presencia, sus abrazos, su cariño… la necesitaba a ella en mi vida. Por eso nunca fui capaz de decirle lo que sentía, incluso cuando ella sí lo hizo. Temía que su reacción no fuese la que yo esperaba y se fuese para siempre de mi lado. Me conformaba con tenerla como amiga, antes que perderla. La quería demasiado.
 Ese mismo año nuestras vidas se separaron de la peor forma que podría haberlo hecho y todo por mi culpa. Por mi cobardía. Habíamos acabado nuestros estudios en secundaria y era el momento de volar fuera del nido en busca de nuestro destino. Ainhoa se había matriculado en la Universidad y se mudaba a Barcelona. Yo había decidido hacer lo mismo pero mi carrera solo se impartía en Madrid. Después de más de diez años juntos, ahora nos separarían cientos de kilómetros y quizás ella conociese a nuevos amigos y al final se olvidase del chico con el que jugaba todas las tardes en la plaza del pueblo que dejaba tras de sí. Sólo imaginármelo me dejaba sin respiración, tenía que decirle que la quería, más incluso que a mi propia vida; tenía que decirle que ella y solo ella era el lugar donde quería estar, que nada más daba sentido a mi existencia ¿Pero cómo?
A la mañana siguiente la acompañé a la estación de tren para ayudarla con su equipaje y así despedirnos hasta las vacaciones de Navidad. Se lo diría antes de que ella subiese al tren.
-Gracias Jorge por ayudarme con esto. Sé que aún tienes que preparar tus maletas y yo te entretengo con mis cosas
-No importa pequeña- dije. De pronto su mirada cambió y se tornó triste
-No te imaginas lo que echaré de menos oírte llamarme pequeña
-Ya será para menos, no me digas que ahora te gusta que te diga pequeña. La última vez me diste una colleja  y ahora lo vas a echar de menos. Déjame que lo dude- bromeé.
-No seas bobo, claro que voy a echarlo de menos… ¿No te das cuenta de nada verdad? No lo ves- dijo entre susurros
-¿Qué quieres que vea? Ainhoa niña creo que no te sigo
-¡¡Que te quiero, tonto… que estoy enamorada de ti¡¡
Ainhoa acababa de decir lo que yo más deseaba oír en este mundo, pero me quedé callado. Me quedé inmóvil ante ella sin decirle absolutamente nada, viendo como mi silencio la hería; viendo como sus ojos escrutaban los míos en busca de una respuesta, pero mi cobardía dominaba mi ser sin permitirme gritar a los cuatros vientos que yo sentía lo mismo.
-¿No vas a decirme nada? Acabo de declararme y tú te quedas ahí callado como si nada. Dime algo por favor
         Pero seguí callado, incluso cuando su tren abandonaba la estación con mi pequeña en uno de sus vagones, llorando desconsolada, yo seguía paralizado en el andén intentando decirle que yo también la amaba.
Al principio, durante los primeros años, ambos nos esforzamos por mantener esa relación de amistad, intentando darle la vuelta a esa máxima que dice que la distancia es el olvido. Sobre todo durante los primeros años y debido a que coincidimos poco en el pueblo, ya que ambos aprovechábamos las vacaciones para hacer cosas que durante el curso no teníamos oportunidades de hacer, nos escribíamos largas cartas en las que nos contábamos muchas de las cosas que iban sucediendo en nuestras vidas, ahora separadas por un sinfín de kilómetros, las nuevas amistades que íbamos conociendo, el esfuerzo que suponía estar fuera de la casa y de los amigos...
Sobre todo Ainhoa era la más dispuesta a luchar por mantener el contacto y yo me dejaba llevar, limitándome simplemente a responder, sin tomar nunca la iniciativa, como prisionero de mi mismo, en la cárcel del corazón. Muchas veces me resultaba absurdo contarle cosas tan insignificantes como los trabajos de prácticas que tenía que realizar, la cantidad de exámenes que me habían puesto o el concierto al que había asistido el fin de semana, cuando en realidad lo que me apetecía decirle era lo importante que era para mi y lo mucho que la extrañaba cada día en cada atardecer y en el primer pensamiento de todas las mañanas que era para ella.
Durante todo ese tiempo, los sentimientos vivieron su propio proceso y es que no se puede borrar de la memoria y tapar las huellas del corazón de alguien que durante tanto tiempo lo ha llenado todo. Intenté canalizar de la mejor manera posible mis sentimientos, procurando evitar que se convirtiera en una carga insuperable.  Durante los primeros años en la universidad tuve relaciones esporádicas con algunas compañeras, pero duraban poco tiempo. Inevitablemente siempre aparecía de alguna manera la sombra de Ainhoa y no es que fuera ella el motivo de que ninguna de esas relaciones se consolidara, sino que simplemente nadie me llenaba como lo hacía ella. Así que no había ni un sólo día en el que no hubiera un pensamiento dedicado a ella; un recuerdo, una fecha, una situación y como no, la duda de cómo hubiesen sido las cosas de haber sido consecuente con sus sentimientos y haberle dicho lo que realmente sentía por ella.
En uno de los viajes que hice a Turquía durante las vacaciones de Semana Santa del primer año que estuve fuera de su casa, hice una especie de diario con la intención de enseñarle con mis ojos todo lo que ella no podía ver. Cada una de las fotos que me hice era como si le estuviera mirando directamente a ella y en cada una de las frases que escribía cada noche cuando llegaba a la habitación del hotel, tenía un tono de melancolía, de añoranza, de espera y de deseo de compartir. Cuando me di cuenta, había completado casi 20 hojas del cuaderno de hojas cuadriculadas de papel reciclado que había llevado y en la que al final de cada día me despedía con un ( tk ), así de esta manera, como si lo dijera muy bajito. Cuando llegué de nuevo a Madrid, revelé las fotos (siempre habíamos estado de acuerdo en que no había nada mejor que una buena foto en papel) y empecé a escribir la carta para enviarle las fotos y el diario. Al final nunca terminé la carta, porque no me ponía de acuerdo conmigo mismo sobre los términos precisos que debía emplear. Y allí permaneció durante mucho tiempo, rodando por mi escritorio, como esos cuadros que se empiezan y luego se quedan en el caballete sin rematar durante muchos años hasta que se terminan arrinconando.
Pero mis sentimientos no se arrinconaron, porque de alguna manera siguieron vivos, aunque poco a poco, casi sin darme cuenta, se hicieron menos intensos, devorados por el día a día y la falta de alimento con el que se renuevan las emociones. De esa manera se fueron espaciando cada vez más las cartas y con el paso del tiempo y las obligaciones laborales, las oportunidades de encontrarnos por fechas señaladas en el pueblo también fueron siendo más escasas.
De esa manera fue pasando el tiempo, los años. En una de las cartas que me había enviado Ainhoa me decía que se había volcado en los estudios. Realizó primero la carrera de Magisterio y después de aprobar las oposiciones, continuó los estudios de Psicología, especializándose en un Master sobre “Conflictos escolares y desarrollo socio personal”. Yo al final terminé las asignaturas que había ido arrastrando y me hice con el título de veterinario, montando con un compañero de estudios una pequeña consulta en un barrio al sur de Madrid. Dos veces por semana acudía al centro  a realizar algunas tareas como voluntario en una ONG sin ánimo de lucro y sin afiliación política ni religiosa, que llevaba a cabo una importante labor en defensa de los derechos de la infancia en los países en vías de desarrollo.
En uno de esos días que estaba en el local llegó entre las cartas un cartel publicitario sobre un Congreso que se iba a celebrar sobre “Convivencia y superación de conflictos en la infancia”. Aunque no tenía nada que ver con mi profesión, todos los temas relativos a los derechos de los niños me provocaban un interés especial, así que anoté la fecha en la agenda y al día siguiente hice la inscripción desde el trabajo.
Lo había organizado todo para que aquel viernes pudiera romper el hábito de ir como cada día al trabajo. Me levanté con tranquilidad, con una sensación de bienestar debido a ese privilegio de disfrutar de un día libre, desayuné en una de las cafeterías del Paseo de Recoletos y me dirigí despacio bajo aquel sol tibio al Hotel Intercontinental donde a las diez empezaba la primera conferencia.
Después de informarme de los lugares donde tenían lugar las actividades y recoger la documentación, entré en uno de los salones de la planta baja que estaba repleto de gente. Ya había empezado la conferencia y una luz tenue iluminaba la sala, centrando la atención los asistentes en una pantalla lateral sobre la que se iban desglosando los distintos apartados de un gráfico alfanumérico. Encontré un sitio libre en la última fila e intenté concentrarme en los datos que aparecían reflejados en la pantalla, referidos a porcentajes de niños escolarizados a nivel mundial. De repente reparé en la voz de la conferenciante, una voz grave, cadenciosa, apaciguada y envolvente, que se fue apoderando de mí, llevándome a un terreno que nada tenía que ver con la exposición. Porque hay voces que tienen un poder de hipnosis, de fascinación irremediable que te dejan desarmado y solamente te queda fuerza para seguir fielmente cada sonido, cada palabra, cada frase, cada sensación. La conferenciante siguió con su discurso pausado, adentrándose en el terreno de la convivencia escolar, señalando que uno de cada cuatro estudiantes es acosado por sus compañeros de colegio. Yo ya en ese momento hacía verdaderos equilibrios para no perder el hilo de la exposición, ya que aquella voz me hacía viajar continuamente a otros tiempos, a otra realidad. La conferenciante se mostraba segura y contundente, manejando perfectamente la situación y demostrando un conocimiento profundo del tema. Terminó la presentación señalando que las secuelas de los niños acosados tienen repercusión en la edad adulta y que estas personas serán más vulnerables en el plano personal y laboral.
Un atronador aplauso y unas palabras de agradecimiento de la moderadora, al tiempo que se iluminaba paulatinamente la sala, me confirmó que eran ciertos mis presentimientos. Allí estaba Ainhoa al final de la sala, detrás de la mesa, con una sonrisa cálida de agradecimiento. Seguí sentado en la butaca, sintiendo ese sudor frío en las manos, el pulso acelerado cabalgando sobre todos los recuerdos y todas esas historias que tienen que ver con los trenes que pasan por tu vida latiendo como ecos de la memoria de forma incansable. Poco a poco la sala se fue despejando, después de que algunas personas se acercaran a la mesa para felicitar a la conferenciante, intercambiar unas breves palabras o una tarjeta personal.
Yo seguía quieto, con esa sensación de estar en una encrucijada, como si tuviera que cantar una canción sin partitura, sin saber por dónde empezar, dudando sobre qué pieza mover en el tablero. Me daba cuenta de que me encontraba ante otra jugada decisiva, quizás también definitiva. Pensaba que esa manera de protegerme renunciando a todo compromiso por querer que todo fuera perfecto, me negaba la oportunidad de ser yo mismo, porque no todas las partidas tenían que terminar igual, ni tenía porque llevar siempre el hielo en el alma por el riesgo de equivocarme, ni por lo que pudieran pensar los demás.
Respiré profundamente y me dirigí directamente a la mesa, donde la conferenciante recogía y ordenaba sus papeles y los colocaba en la cartera de piel marrón. Cuando estaba a la altura de la primera hilera de butacas Ainhoa levantó la vista y sentí como su gesto se contraía, probablemente extrañada por mi presencia. Le sonreí en un intento desesperado de llenar el espacio que aún quedaba entre los dos. Le cogí por el antebrazo y nos dimos dos besos tímidos que me supieron a exquisita formalidad. Ella seguía como impresionada y después de un instante de silencio abrasador, pronunció mi nombre, que surgió de dentro de una leve sonrisa, como si en un momento pasara por su mente la película de media vida
-Jorgeee, que sorpresa
-Ya ves, el destino a veces también se pone de nuestra parte.
-Sin duda, a veces suceden cosas que ni se podrían imaginar
-Bueno… puede ser también que la vida fuerce las posibilidades más allá de lo realmente posible, para que hoy tú y yo nos encontremos aquí…
Ambos reímos, ya de una manera más cercana. Salimos de la sala comentando cada uno las circunstancias que nos habían llevado a ese lugar y que de nuevo nos unía. Terminamos en una mesa de la cafetería del hotel, porque para los dos todo el interés del Congreso se había sintetizado alrededor de aquella mesa. Nos contamos cosas de nuestros trabajos, de cómo había ido pasando el tiempo, descosimos algunos recuerdos y anécdotas del pasado y llegamos inevitablemente al día de la despedida en la estación de tren. La conversación se fue haciendo más cálida, sorteando esa distancia que en muchas ocasiones hacía que me colocara en un plano alejado, detrás de un muro infranqueable para no correr riesgos, pero en esta ocasión presentía que las piezas del tablero se habían colocado a favor para ofrecerme una buena jugada. Mientras, yo seguía dándole vuelta a los trenes de la vida, valorando la posibilidad de decirle esta vez la verdad. Decidí que no quería volver a perder otra vez el tren, ni arriesgar la partida de la vida.
         Le cogí la mano suavemente y mirándola a los ojos le dije:
-Ainhoa, no se que pasará en el futuro; tampoco quiero saberlo para que no deje de interesarme. Lo único que se, es que aquel día que te fuiste, mi corazón marchó contigo y que no ha habido ni un sólo día en el que no haya querido tenerte cerca. No logre quitarte de mi vida, pero es que tampoco lo intenté. He estado en jaque todos estos años; si te vuelvo a perder otra vez, será mi jaque mate
Y ella, simplemente me sonrió…

Beker&Seo.